martes, 9 de septiembre de 2014

Mi casa en su cara


Echó el freno de mano e hizo que me mirara en el retrovisor, esa vez no para que viera lo guapa que estaba, fue para que mirara atrás, porque a partir de ese momento ya no podríamos mirar hacia delante. Y arrancó sin despedidas y con mis ganas. No entendí jamás porque no se me ocurrió cerrar la puerta, y en vez de dejarla media abierta, destrocé las bisagras, restringiendo a todo aquél que no vistiera su sonrisa. De repente,  todas las estaciones fueron invierno. Trataba de buscar la manera de no sentirme aquella pedazo de inútil y no hice más que volver a caer en su sombra una y otra vez, aquella sombra que con su luz evocaba. Y mira que quise olvidarle, pero mi memoria siempre me jugaba malas pasadas y fue tan fácil como nadar en un volcán en erupción y poder contárselo. Y volvía, como vuelve el asesino en serie al lugar del crimen, para rematarme, como vuelven las olas a la orilla para morir. Yo, que solo quería organizarle el caos, ese que él mismo había causado, necesité huir, como huyen los valientes. Dos camisetas, dos pantalones, y una chaqueta para abrigar los recuerdos que albergaban en mi maleta. La cinta mecánica de aquel aeropuerto me hacía retroceder, mientras llamaban al último pasajero del vuelo 4124, no podía avanzar, y de repente, no quise ir a ningún lugar, de repente descubrí que su sonrisa era mi casa, aquella que aún llevo a cuestas, aquella donde querría vivir toda la vida aunque me esperara el mismísimo infierno en ella.